Lucio, el anarquista irreductible by Bernard Thomas

Lucio, el anarquista irreductible by Bernard Thomas

autor:Bernard Thomas [Thomas, Bernard]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Ensayo, Biografía
editor: ePubLibre
publicado: 2001-01-01T00:00:00+00:00


XIV. EL SECUESTRO

En 1970, Franco levantó el estado de excepción y el 16 de julio de 1971 llamó a Juan Carlos a su lado. Era una cortina de humo: la barbarie cotidiana no había disminuido un ápice. Detenciones y torturas seguían sangrando el País Vasco y Cataluña al ritmo de siempre. Mil doscientos prisioneros políticos se pudrían en unas mazmorras cuya ignominia quería demostrar la necesidad de restablecer la Edad de Oro, aquella en que reinaba Cristo Rey rodeado de una corte de nobles, duques y marqueses, cuya misión consistía en flagelar las carnes de un populacho que descuidaba su alma. El abrazo que De Gaulle le dio en junio de ese mismo año contribuyó a confortar al tirano sentado en su trono de osamentas. Era el último beso al leproso rehabilitado, el abrazo de un titán deshinchado al sangriento camarada-general. Un enemigo de ayer, hoy hermano de armas. Todo le estaba permitido.

Las condenas del proceso de Burgos, a nueve penas de muerte y setecientos años de prisión, para dieciséis resistentes vascos, por haber asesinado al verdugo en jefe Melitón Manzanas Rodríguez, jefe de la brigada politicosocial, no fueron sino una consecuencia lógica del sentido natural de la justicia y del fino humorismo de ese hombre. Londres, Bruselas, Bonn, Roma, Estocolmo, el Vaticano y Berna solicitaron el perdón. No busquen en esa lista la Francia de Chaban-Delmas y Pompidou, sería en vano. Se produjeron manifestaciones tórridas bajo las miradas de los dirigentes en París, Bélgica, Frankfurt, Nápoles, Roma y en Inglaterra: testimonios de una cólera que se volcaba en las calles contra un aliado demasiado incómodo. Como en 1963, en la época de Julián Grimau. Los amos de palacio hacen lo que pueden para inculcar a los pueblos la razón política, pero estos últimos no siempre tragan.

El senil antropófago estaba pasado de moda. Incluso los más cínicos de sus jóvenes cachorros sabían, treinta años después de la gran carnicería, que debía ser posible guiar a las masas con menos canibalismo. A ellos los sacrificios humanos les parecían no tanto indignos como pasados de moda.

La presión internacional llegó a ser tal que su almuerzo de carne magullada le fue quitado de la boca in extremis, provocando reacciones de frustración entre los gourmets de su entorno. En ese tumulto, el nombre de ETA se vio proyectado a la fama.

Explotó con letras de fuego en el cielo de Madrid el 20 de diciembre de 1973, cuando después de un año más duro que nunca, lleno de disparos en las calles, de rebeliones salvajes y de represión, el almirante Carrero Blanco, falangista de choque, hostil a cualquier progreso, ejecutor todo terreno de las órdenes de Franco, su brazo armado, jefe del gobierno desde hacía seis meses, saltó impulsado por una carga explosiva de tal calibre que su coche voló por encima de los edificios. Arias Navarro, el antiguo director general de Seguridad, que había ejercido su habilidad manual con Delgado y Granado, fue ascendido a su puesto, pero el Caudillo necesitaba sangre fresca. Se le ofreció la de Salvador Puig Antich.



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